DESPEDIDA A JOSE EDUARDO UMAÑA 
MENDOZA

Universidad Nacional, abril 20 de 1998



Querida familia Umaña Mendoza,
queridos Patricia, Diana Marcela y Camilo Eduardo,
querida familia, ya sensiblemente diezmada, de los defensores de 
derechos humanos,
amables asistentes todos a este acto:


El hecho doloroso que hoy nos re¦ne, fue quizýs presentido por la 
mayor¹a de nosotros, con 
temor y estremecimiento, durante largos años. 

Los hostigamientos y amenazas, los riesgos y azares que rodearon la 
vida de José Eduardo 
durante muchos años, se convirtieron en una pesadilla permanente 
que fue agotando nuestros 
escasos recursos defensivos.

Finalmente los victimarios actuaron, luego de esperar en la sombra 
por mucho tiempo. Entre 
tanto acumularon montañas de v¹ctimas, muchas de las cuales lo 
afectaron también a él 
profundamente.

Ninguna intimidacion, sin embargo, pudo doblegarlo o hacerlo 
claudicar de sus opciones 
fundamentales. Aqu¹ estý su cuerpo ensangrentado recogido en su 
campo de brega. Si algo 
puede mirarse con nitidez desde la cima de su muerte, es el hecho de 
que su sendero no tuvo 
curvas ni desv¹os. Inflexible y tozudo en su b¦squeda de justicia, 
hab¹a tasado en el mýs alto 
precio sus ideales: el precio de su propia vida. 


*************************

Perm¹tanme que como cristiano y como sacerdote, que no puedo 
prescindir de una clave de 
lectura de fe de este tipo de acontecimientos, comparta un momento 
con ustedes, creyentes y no 
creyentes, algunas reflexiones que esa clave hermenéutica me 
sugiere.

Pasion, Muerte y Resurreccion, se amalgaman en un solo misterio 
para iluminar el sentido de 
nuestra conflictiva historia humana.

Mýs allý de las interpretaciones literales de los relatos evangélicos 
de la Resurrecci­n, en esos 
cap¹tulos finales de los Evangelios descubrimos un hermoso tejido 
redaccional que nos conduce 
a discernir, desde los valores ¦ltimos de nuestra existencia, el 
sentido de un profeta derrotado.

Un escritor marxista checoeslovaco, Milan Machovec, en su precioso 
libro "Jes¦s para ateos", 
comenta un episodio del final del cuarto Evangelio, en que Pedro 
ingresa, estupefacto, al 
sepulcro de Jes¦s, y al mirar su vac¹o CREE en lo que antes no hab¹a 
podido comprender: que 
Jes¦s no pod¹a permanecer en la muerte. Machovec comenta: "el 
momento en que Pedro 
descubri­ que Jes¦s era todav¹a el vencedor, aunque no hubiera 
habido nada mýs que una 
desoladora y concreta muerte de cruz, ha sido uno de los momentos 
mýs grandes de la 
humanidad y de la historia".

Y es que el mensaje de la Resurrecci­n no es comprensible sino como 
una mirada en 
profundidad, o como un discernimiento de sentido, del drama de la 
cruz. Y tampoco este drama 
es comprensible si se le separa del proyecto hist­rico de Jes¦s, como 
b¦squeda de justicia en 
un mundo insolidario y opresor.

La fé en la Resurrecci­n es, en el fondo, descubrir el sentido del 
sinsentido. Creer en un profeta 
derrotado y creerlo vencedor, no por ingenuidad o autoenga‹o 
consolador, sino porque ha sido 
posible, en alg¦n momento, asomarse a los valores ¦ltimos y 
absolutos de la existencia y de la 
historia, y hacer, desde all¹, una apuesta existencial.


***********************

Sobre este tel­n de fondo quiero leer este acontecimiento doloroso: la 
muerte violenta de un 
amigo, con el cual compart¹ también, en el santuario sagrado de la 
amistad, apuestas 
existenciales muy hondas.

Desde su muy temprana juventud, José Eduardo hizo opciones 
fundamentales en su vida. No 
escogi­ el camino de la riqueza y el poder, al cual pudieron invitarlo, 
halagadoramente, sus 
brillantes dotes intelectuales y sociales. En el ejemplo de su padre 
encontr­ otra alternativa que lo 
sedujo, pasando por encima de las censuras sociales y de las 
tempestades de persecuci­n que 
con frecuencia desestabilizaban su mundo familiar.

Su clara inteligencia le permiti­ profundizar y develar las estructuras 
del sistema econ­mico, 
pol¹tico, social y cultural en el cual estamos sumergidos, y 
encontrarse cara a cara con la 
injusticia en sus mýs desnudas y crudas manifestaciones. Opt­, 
entonces, por acompa‹ar y 
hacer causa com¦n con aquellos que, habiéndose atrevido a 
cuestionar, denunciar o transformar 
en alguna medida las formas mýs despiadadas de la injusticia, 
sufr¹an los rigores de 
persecuciones irracionales, brutales e ileg¹timas.

Se fue convirtiendo en un ap­stol del Derecho. Pero no del Derecho 
venal y mercantilizado que 
invadi­ desde hace mucho tiempo los templos, otrora soberanos y 
augustos, de la justicia, sino 
del Derecho que buscaba mantenerse en contacto permanente e 
insobornable con sus or¹genes 
mýs humanos e hist­ricos: como barrera ética frente a los abusos del 
poder y como cuerpo de 
principios cuyo sentido mýs auténtico solo es discernible desde el 
dolor y la tragedia de las 
v¹ctimas del poder.

Este fue su mundo y su cotidianidad. Y solo desde all¹ pudimos 
descifrar sus posiciones, 
siempre tozudas e insobornables. Y solo desde all¹ pudimos 
comprender también sus mismos 
desajustes de salud y sus neurosis, secuelas inevitables de una tensi­
n heroica dentro de un 
sendero minado por hostigamientos y persecuciones, pero al mismo 
tiempo marcado por 
opciones que nunca dejaron huellas de marchas hacia atrýs.

La eventualidad de una muerte violenta, no pudo tomarlo por 
sorpresa. Tal posibilidad, no solo 
estaba presupuestada en su inventario existencial, sino que 
progresivamente se convert¹a en un 
riesgo cada vez mýs inminente. Pero José Eduardo hab¹a integrado 
esto, profunda y 
generosamente, en su horizonte de sentido. Lo afirmo, por haber 
penetrado numerosas veces en 
los repliegues de su conciencia, como beneficiario que fu¹ de su 
amistad transparente, que 
estuvo siempre abierta a las mýs ¹ntimas y delicadas confidencias.

Por sus manos pasaron centenas de millares de pýginas de 
expedientes judiciales, donde el 
libreto estereotipado del sacrificio de los buscadores de justicia, era 
algo mýs que rutinario. Y no 
es posible acostumbrase a esa lectura trýgica sin implicarse, en 
alguna medida, personalmente. 
Por esto también es posible afirmar que la muerte estuvo presente 
en su mundo de sentido, antes 
de que surgiera, como ¦ltima palabra, en el de la realidad.

La muerte cierra hoy, entonces, la profunda coherencia de su vida.

Su vida ha sido destru¹da, f¹sicamente aniquilada. Todo nos invita a 
leerla como la de un profeta 
derrotado. Solo una apuesta existencial muy honda,  en cuya l­gica, 
aquellos que arrastran en su 
muerte ciertos rehenes, arrebatados a los valores mýs hondos del 
sentido, son vencedores 
indiscutibles en su misma muerte; en su misma derrota. Y estoy 
seguro de que casi todos, en 
esta sala, compartimos esa apuesta, cuyas claves mýs rec­nditas 
coinciden con las claves del 
misterio pascual.

Mirada desde los polos objetivos, su muerte devela, con claridad 
meridiana, la perversidad de la 
maquinaria de muerte que se ha ido adue‹ando de nuestras 
instituciones. No podemos leerla 
sino como un intento mýs de suprimir la voz de las v¹ctimas y las 
instancias de resistencia legal 
al imperante Terrorismo de Estado.

El crimen que seg­ su vida sigui­ todas las pautas del libreto vigente 
en este per¹odo del 
paramilitarismo.

La justicia institucional inici­ ya su camino rutinario que concluye 
inexorablemente en la 
impunidad, donde comparecerýn innumerables personas 
absolutamente ajenas al crimen para 
llenar voluminosos cuadernos judiciales, pero donde nadie se 
atreverý a incursionar en los 
cuarteles de los victimarios para buscar alguna luz. Sabemos, de 
antemano, que estarý prohibido 
hacer hermenéuticas del crimen desde los intereses en juego; desde 
sus contextos; desde el perfil 
de la v¹ctima y desde los dinamismos objetivos que se quisieron 
destruir. Sabemos, de 
antemano, que estarý prohibido hacer hip­tesis sobre autor¹as 
intelectuales, aunque haya 
decenas de miles de casos que converjan en las mismas. Sabemos, de 
antemano, que el 
Establecimiento y el Estado condenarýn el crimen en términos 
enérgicos, amparados en las 
consolidadas estructuras de encubrimiento que rigen hoy las 
relaciones entre lo institucional y lo 
parainstitucional.

José Eduardo emigra de nuestra historia dejando nuestra patria en 
ascuas; destrozada; deshecha.

El crimen escal­ o neutraliz­ ya casi todas las sedes del poder. Se 
ensa‹a prioritariamente en 
los so‹adores y constructores de un mundo mýs humano. La justicia 
misma ha sido 
demonizada o amordazada por el terror. R¹os de sangre nos inundan. 
Como dijo el poeta Jorge 
Robledo Ortiz, poco tiempo antes de morir: 

	"a las canecas de basura se bota la esperanza ... 
	Colombia es una historia de sol que se desangra; 
	una orqu¹dea que violan sus propios jardineros; ... 
	es una ni‹a triste que no pasa al tablero, por no mojar la tiza 
con la luz de sus lýgrimas. 

	Irremediablemente se nos hunde la patria; no hay capitýn que 
pueda enrutarla hacia un 
puerto; solo nos queda el polvo de los remordimientos, y el amor 
rematado en p¦blica 
subasta!".

Esta patria te despide, José Eduardo, con el coraz­n en la mano. No 
podemos ocultarnos que el 
camino restante serý mýs duro recorrerlo sin t¹; sin tu tenacidad 
que desafiaba la muerte y con 
ella todas las barreras; sin tu solidaridad generosa; sin tu compromiso 
contagioso; sin tu 
esperanza inquebrantable; sin tu vitalidad desbordante.

Gracias por tu testimonio. Gracias por tu compromiso. Gracias por tu 
coherencia.

Tu memoria serý imprescindible en el momento de construir un 
mundo sin esclavitudes.

Tu vida queda sembrada como piedra viva en los cimientos hist­ricos 
de la utop¹a com¦n que 
nos uni­.

Hasta siempre, amigo entra‹able.



Javier Giraldo M., S.J.


This month's news | CSN Home