Como el Washington Post Presenta Una Distorsión De Colombia

Por JOHN I. LAUN, Presidente de Colombia Support Network (CSN)
Traducido al Español por Rudy Heller, traductor voluntario de CSN

2 de enero de 2014
Lo que no dijo Dana Priest

El 21 de diciembre de 2013 el diario Washington Post publicó el artículo “Acción encubierta en Colombia” por la reportera Dana Priest. La señora Priest es una reportera de mucha trayectoria que durante su carrera ha producido artículos de significado sobre temas de importancia. No obstante, en su reportaje sobre el papel del gobierno de Estados Unidos y su apoyo a la guerra del Estado colombiano contra las FARC hizo caso omiso de algunos aspectos fundamentales de esta relación.

El más significativo de estos es que la reportera pasa por alto la naturaleza y la historia de las actividades de las fuerzas paramilitares y el vínculo de estas con el gobierno estadounidense. Como correctamente lo explicara el sacerdote Javier Giraldo de la Companía de Jesús, en Colombia los paramilitares son una estrategia del Estado. Es más, se trata de una estrategia que fue sugerida al gobierno colombiano por una misión militar estadounidense en febrero de 1962, respondiendo al temor de que la influencia de la revolución castrista en Cuba se extendiera. La misión la dirigió el teniente general William Yarborough, comandante del Centro de Operaciones Especiales del Ejército de EE. UU. En un artículo de Wikipedia se cita un informe secreto dirigido al Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos en el que Yarborough recomienda “la formación de una estructura civil y militar… que presione las reformas que se sabe se necesitan, que realice funciones de contraagente y de contrapropaganda y que, según se precise, ejecute actividades paramilitares, de sabotaje y/o de terrorismo contra proponentes comunistas conocidos. Tales acciones deben contar con el respaldo de Estados Unidos”. (véase la cita y más información en
(Wikipedia.org/wiki/William_P_Yarborough.) El concepto básico de depender de los paramilitares ha consistido en mantener al estamento militar colombiano alejado de una participación directa en la guerra sucia del gobierno colombiano contra la guerrilla y contra los no combatientes rurales, para así evitar “ensuciarse las manos”. Tal como ya lo observara el padre Giraldo en 1996, “el paramilitarismo se convierte entonces, en la piedra angular de una estrategia de la “guerra sucia”, en la que las acciones “sucias” no se le puedan atribuir a personas que actúan a nombre del Estado porque tales acciones han sido delegadas, trasladadas o proyectadas a entes indefinidos de civiles armados”. (Colombia: A Genocidal Democracy, Common Courage Press, 1996, p. 81). Abundan las instancias de acciones por escuadrones paramilitares de la muerte. Una fue la terrible masacre con machetes y motosierras perpetrada en Mapiripán en el Meta del 15 al 20 de julio de 1997, en la que se les permitió a las fuerzas paramilitares, bajo las órdenes de Carlos Castaño, con la aquiescencia de los militares colombianos, viajar por avión desde el norte hasta el suroriente del país para llegar a su objetivo. Un segundo ejemplo de los despiadados ataques de las fuerzas paramilitares contra la población civil fue la masacre de ocho personas de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó en Antioquia el 21 de febrero de 2005, incluidos entre ellos uno de los fundadores y dirigente de dicha Comunidad, Luis Eduardo Guerra. Esta masacre se ultimó con la asistencia de soldados del Ejército colombiano de las Brigadas XVII y XI.

Si bien la reportera sugirió con aprobación que Colombia “con su vibrante economía y la lujosa escena social bogotana” se encuentra muy distante de Afganistán, deja de reconocer que la mayoría de los casi 8 millones de residentes de la capital son muy pobres, al tiempo que la gran mayoría de los residentes del campo colombiano viven en la pobreza. Para hablar con precisión acerca de su representación de la realidad colombiana de hoy, la reportera Priest debería aceptar y reconocer que la distribución de tierras entre la población de Colombia es la segunda peor de Sur América (precedida solo por Paraguay), y la onceava peor en el mundo. (Oxfam Research Reports, “Dividir y comprar: cómo se está concentrando la propiedad de tierras en Colombia”, 2013, p.7. véase en www.oxfam.org.) Las fuerzas paramilitares rurales, que supuestamente se desmovilizaron en un acto (más bien una farsa) durante la presidencia de Álvaro Uribe, siguen amenazando y amedrentando al campesinado y siguen desplazando a los campesinos y a sus familias, para que sus terrenos puedan ser apropiados por los grandes terratenientes o por toda una serie de multinacionales que llegan, animadas por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, con planes de explotación minera y petrolífera. La actividad paramilitar sigue siendo y es aún responsable de los asesinatos de líderes comunales y sindicales que son masacrados año tras año, en Colombia, mas que en cualquier otro país del mundo.

También es decepcionante que la reportera Priest ni siquiera se haya dignado mencionar el hecho de que hoy en Colombia hay unos 6 millones de desplazados internos, ocupando también en el mundo el primer lugar en esta área. En su artículo en la columna Counterpunch del 27 al 29 de diciembre, bajo el titular “Cuentos inventados en el Washington Post: la realidad de las intenciones de Washington en Colombia”, Nick Alexandrov destaca correctamente que la reportera Priest ni siquiera menciona a estos desplazados. Y también critica el hecho de que la reportera no reconoce uno de los vínculos más importantes entre Estados Unidos y Colombia, y uno de los más nocivos: el narcotráfico y los efectos que la fumigación de cultivos de coca produce en los habitantes del campo colombiano. Aquí nuevamente la responsabilidad recae clara y directamente en Estados Unidos. Y como señala el señor Alexandrov, se ha acabado económicamente con decenas de miles de campesinos colombianos a raíz de la destrucción de sus cultivos de alimentos legítimos con la dicha fumigación la cual se realiza bajo el control directo del gobierno de EE.UU. Así se lo comentó a una delegación de la ONG Colombia Support Network un funcionario de la Embajada estadounidense en Bogotá, cuando Anne Patterson era la embajadora. La campaña de fumigación de cultivos con glifosato industrial (Round-Up Ultra) es dirigida desde la misma Embajada. De hecho, los alcaldes del Putumayo nos dijeron que jamás se les informó con antelación ni han tenido nunca ningún control con respecto a cuándo se van a fumigar las áreas rurales de sus municipios.

Más aún, la afirmación de que las FARC son las principales responsables de la producción de drogas ilícitas en Colombia es cuestionable. Los paramilitares de derecha, protegidos por el Ejército colombiano y ligados a muchos personajes de la política colombiana, han participado en el comercio de estupefacientes durante décadas y siguen beneficiándose de este comercio, al igual que sus benefactores en el sector privado, tales como los propietarios de enormes fincas ganaderas, comerciantes y los propietarios de las plantaciones bananeras. Más aún, el gobierno de Estados Unidos ha apoyado y hasta idealizado a una de las personas en quien más recae la responsabilidad por la corrupción del proceso político en Colombia, Álvaro Uribe Vélez. Antes de que fuera elegido como presidente en 2002, Álvaro Uribe había sido identificado por el gobierno de Estados Unidos por sus vínculos con el narcotráfico. Tal como me lo sugiriera Virginia Vallejo, reportera de televisión y en una época interés romántico de Pablo Escobar, en una conversación telefónica, que también mencionó en su libro Amando a Pablo, Odiando a Escobar (Random House Mondadori, septiembre de 2007), Álvaro Uribe gozaba de los afectos de Escobar. Supuestamente él fue quien aprobó la apertura de pistas de aterrizaje clandestinas para el tráfico ilícito cuando fue Director de la Aeronáutica Civil. Luego, como gobernador de Antioquia, promovió la formación de lo que se vino a conocer como “fuerzas de autodefensa”, que posteriormente se convirtieron en los implacables y encarnizados paramilitares que azotaron el campo. Su primo, Mario Uribe, con quien ha mantenido siempre un vínculo íntimo, fue condenado por corrupción y terminó encarcelado; su hermano, Santiago Uribe Vélez, está a punto de ser procesado por organizar y entrenar fuerzas paramilitares ilegales en una finca de la familia. Cuando se postuló para su reelección en 2004, representantes suyos sobornaron a la congresista Yidis Medina con el fin de que cambiara su voto para que Uribe pudiera ser reelegido (acto que para entonces la constitución colombiana no permitía). Yidis Medina terminó en la cárcel por haber recibido el soborno, pero ni Álvaro Uribe ni sus colaboradores que ofrecieron el soborno han sido condenados ni sentenciados por sus delitos.

¿Cómo reaccionó el gobierno estadounidense a la supuesta promoción de actividades ilegales por parte de Uribe? El presidente George W. Bush le otorgó la Medalla Presidencial a la Libertad, ¡el mayor honor que un presidente estadounidense le puede otorgar a una persona! (Véase un relato pormenorizado de las supuestas transgresiones de Álvaro Uribe, en la tesis de Francisco Simon Conejos en la Universidad de Valencia, España, de diciembre de 2012, “Delitos de lesa humanidad en Colombia: elementos que implican al expresidente Álvaro Uribe Vélez ante la justicia universal y la Corte Penal Internacional”).

Ningún análisis del papel de Estados Unidos en Colombia puede pasar por alto de manera alguna las relaciones y responsabilidades que se han esbozado aquí. Pero aún más allá de lo expuesto, si uno fuese a considerar si las acciones de Estados Unidos hacia Colombia —y en Colombia— han beneficiado a dicho país y a su pueblo, uno tiene que observar el efecto del apoyo del gobierno de Estados Unidos hacia los intereses empresariales de este país y sus actuaciones en Colombia. Las políticas de los presidentes Clinton, Bush y Obama durante las últimas dos décadas han fomentado las agendas de compañías mineras y petroleras, como Exxon Mobil, Occidental Petroleum y Drummond, y compañías de alimentos, tales como Chiquita Banana, y más recientemente, Cargill, al tiempo que las actividades de dichas empresas en el campo colombiano han sido causales de daños ambientales, del desplazamiento masivo de los residentes rurales y la destrucción de la economía campesina. Uno hubiera deseado que la reportera Priest hubiese visto la relación entre Estados Unidos y Colombia en un contexto mucho más amplio, con el fin de presentar una perspectiva mucho más completa y sincera de cómo las acciones y normativas del gobierno estadounidense han afectado a la población de este importante país, que tiene la tercera población más grande de América Latina (después de Brasil y México).

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